Hay días en los que abro la ventana de mi habitación, no del todo, tan solo unos
centímetros. No lo hago para sofocar el calor, ahuyentar un olor
desagradable o para que una mosca escape, no. A decir verdad, lo hago
para sentirme mejor. Parecerá curioso, e incluso puede que raro, pero
dejar que ese ruido se cuele en forma de música por mi ventana me
recuerda que el mundo gira y, lo más importante, que yo pertenezco a
él.
Otros días, en cambio, me permitía una taza de nostalgia
abriendo la ventana de par en par para observar con detenimiento el
patio de mi antiguo colegio. Una alegría me invade cada vez que veo
cómo los ahora alumnos siguen jugando, corriendo y gritando como
antaño yo lo hice. El rostro de alguno de ellos se me antoja
familiar, pero mucho ha pasado desde la última vez que crucé el
antes fatídico portón. Incluso varios de los que fueran profesores
míos siguen dando clase en este no muy grande pero familiar centro.
Quizá no el mejor, pero fue mi colegio, y las cosas vividas en él
durante toda una década de mi vida quedaron grabadas a fuego en mi
memoria.