miércoles, 9 de abril de 2014

8.

 Hay días en los que abro la ventana de mi habitación, no del todo, tan solo unos centímetros. No lo hago para sofocar el calor, ahuyentar un olor desagradable o para que una mosca escape, no. A decir verdad, lo hago para sentirme mejor. Parecerá curioso, e incluso puede que raro, pero dejar que ese ruido se cuele en forma de música por mi ventana me recuerda que el mundo gira y, lo más importante, que yo pertenezco a él. 

Otros días, en cambio, me permitía una taza de nostalgia abriendo la ventana de par en par para observar con detenimiento el patio de mi antiguo colegio. Una alegría me invade cada vez que veo cómo los ahora alumnos siguen jugando, corriendo y gritando como antaño yo lo hice. El rostro de alguno de ellos se me antoja familiar, pero mucho ha pasado desde la última vez que crucé el antes fatídico portón. Incluso varios de los que fueran profesores míos siguen dando clase en este no muy grande pero familiar centro. Quizá no el mejor, pero fue mi colegio, y las cosas vividas en él durante toda una década de mi vida quedaron grabadas a fuego en mi memoria.

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